Quien ha vivido el exilio sabe que nunca se vuelve de él. Los viajes, más aún los forzados, son una forma acelerada de caminar en el tiempo; permiten congelar lugares en la memoria que, sin embargo, aparecen vulnerables, fugaces, inasibles a la conciencia. Muchos y muchas de las viajeras del Winnipeg quizá no lo supieran, pero al partir, sus almas quedaron mutiladas de la España que fue, como España también perdió fragmentos irrepetibles de su ser. Puede que por eso dijera Victoria Kent que “el exilio era una fuente inagotable de sufrimientos”; el exilio es una singladura siempre incierta, plagada de soledades y temores, pero lo más triste es que jamás termina del todo.
Largo Pétalo de Mar, la última novela de la escritora chilena Isabel Allende (Lima, 1942), es, sobre todo, la historia de un viaje al exilio. Allende toma como medio locomotor de su relato el mítico barco fletado por el poeta Pablo Neruda, que vuelve a la vida como personaje esencial de la obra, para llevar a Valparaíso a cientos de españoles y españolas, hijos e hijas de una guerra a muerte. Pero, como es habitual, Allende no se recluye en la misión, tan honrosa, de contar el pasado con su prosa bien armada, consistente (y no hubiera sido poco); prefiere historiar el alma y logra que quien está leyendo oiga el latido de los corazones de sus personajes. Por eso, el Winnipeg de Allende, como probablemente el de Neruda, no es solo un bote salvavidas, sino un inmenso puente entre vidas destinadas a sufrir juntas; es la letra palpitante de un cuento sobre la derrota y los/as derrotados/as en la que, por cierto, todos/as hablan español.
En Largo pétalo de mar se rinde un homenaje necesario y rara vez ofrecido a quienes nunca han hallado reparación por su dolor; a las víctimas de la guerra y el fascismo; a las españolas de 1939 y a las chilenas de 1973. Pero es también un libro para la esperanza, un relato sobre el amor y sus muchas formas. Hay en él amor salvaje, embriagado, utópico, que se topa con la dura frente de la convención. Y hay amor de derrota, ese que se fragua lenta y trabajosamente, que no conoce yugos ni recelos; una forma de amor en la supervivencia de quienes saben que les tocaba morir y sin embargo viven; es el amor que nace en la conciencia del extrañamiento y la ausencia. Por eso esta novela, que se lee oyendo las bombas, llorando a los muertos, rabiando de impotencia, deja, sin embargo, un sabor tan dulce.
Ahora que Chile debate la aprobación de una Constitución despojada de la sombra de su salvaje dictadura y España trata de recuperar la memoria de quienes la amaron tanto, Largo Pétalo de Mar es una oportunidad, que tal vez no esperábamos, de oír de nuevo el latido de aquellos corazones desterrados. La ocasión de viajar en el tiempo hacia ellos y decirles, sin miedo, que hemos vuelto; que no nos iremos más.