El club de lectura de la Asociación de Mujeres Juezas de España (AMJE) celebró su encuentro mensual este 17 de junio y, en él, trató el libro Apegos feroces, de Vivian Gornick (Bronx, Nueva York, 1935).
Esta es la reseña de nuestro socio Gonzalo Alcoba Gutiérrez:
Leyendo Apegos feroces en español reconozco haber tenido la sensación de que nuestra lengua ha llegado tarde a esta brillante y perturbadora autobiografía de la gran crítica y ensayista norteamericana Vivian Gornick. Y no porque hayamos tardado 30 años en disponer de una traducción (salvo que este humilde lector esté en un error, claro), sino porque en sus páginas se narra una senda que entonces solo empezaba a transitarse y que, por suerte, ha dado muchos frutos ya, aunque no basten.
Apegos feroces es la historia personal de una mujer inmersa en la lucha insensata contra sí misma; pero es también el retrato de la decisión casi unánime de un inmenso “yo” colectivo por su autodeterminación: la mujer, como Gornick, comienza y sigue su lucha más allá de la frontera con el hombre dominante en el interior de sus propios mundos de la vida. La existencia de Gornick se expande poco a poco ante la perpleja observación de su ego; la narración misma es una muestra del triunfo definitivo de su personalidad, que durante la vida, sin embargo, se topa constantemente con la frustración. Tres hombres la acompañan en ese camino de autoconciencia, para significar, quizá el elemento externo que distorsiona en la conquista, hasta que es sometido a su control.
A menudo la autora nos recuerda su incapacidad para expresar una idea válida sentada en su escritorio, en su santuario. Antes de alcanzar esa llanura ansiada, Gornick lidia con su superyó implacable, encarnado en su displicente madre, que se encastilla en un amor narcisista y omnicomprensivo, prendado de la ilusión de sí mismo. Toda la melé converge estructuralmente en los momentos de encuentro entre esas dos figuras; madre e hija juegan a odiarse y se precisan, hasta la invitación final que aquélla brinda a la autora, en ese estallido sereno que conduce a la calma de la que mana el relato, de la que ya no nos habla el texto. Pero en el camino se cierne otra presión contradictoria. Nettie Levine, ese “ello” iconoclasta; esa entelequia, contrapuesta a la asfixiante represión materna, que vigila a Gornick, pendiente de cada cesión, de cada derrota de su alma salvaje.
No es difícil adivinar en este estudiado relato, de ritmo minuciosamente estudiado, la alusión al camino recorrido por las últimas generaciones de mujeres. Despojándose de las trabas que habitan en sus propios atavismos, ellas han sabido afrontar contradicciones endiabladas. En la búsqueda de sí mismas, han debido indagar el lugar exacto que el amor merece. Todas ellas, sin excepción, con éxito o sin él, han pretendido construir ese rectángulo interior en que hacerse poderosas. De cada logro en ese empeño depende qué ha de ser la sociedad futura. De momento, sin embargo, puede decirse que ellas han abierto la vía definitiva, aunque para ello hayan debido emprenderla a golpes con su alma.